Cuenta la periodista Anne Applebaum, autora de Historia de los campos de concentración soviéticos, que en el turístico puente de Carlos, en Praga, decenas de visitantes occidentales compran con naturalidad recuerdos de la antigua URSS y, luego, los mismos que rechazarían con repugnancia una esvástica, se prenden risueños insignias con la hoz y el martillo. La lección, dice, es elocuente. Mientras el símbolo de un asesinato masivo nos horroriza, el símbolo de otro asesinato masivo nos hace sonreír.
El contexto histórico de la figura de Stalin y el mal que perpetró ha quedado mitigado a lo largo de los años por la coartada de que la Unión Soviética, dirigida por Stalin fue el aliado clave de las democracias occidentales en la derrota del que es definido como el régimen más perverso de la historia europea: el nazismo.
¿Cómo, el comunismo, un ideal de emancipación y de fraternidad universal pudo transformarse en una doctrina de poder absoluto del Estado, que practicó la discriminación sistemática de grupos sociales y de naciones enteras y recurrió a las deportaciones en masa y, muy frecuentemente a las masacres y las hambrunas como arma política?
Cien millones de muertos dice El Libro Negro del Comunismo. Frente a estas cifras surgen voces que tratan de defender que ese comunismo real nada tenía que ver con el comunismo ideal; que la teoría es buena pero se erró a la hora de ponerla en práctica. Sin embargo, ¿hasta que punto es inocente la ideología cuando esta sólo ha producido hombres como Lenin, Stalin, Mao Tse Tung, Pol Pot, Castro, Kim Il Sung o Mengistu? El argumento se desmorona al comprobar que los líderes y regímenes comunistas han devenido, sin excepción, en lo mismo: el totalitarismo y el terror.
El siglo XX estará siempre ligado al comunismo. Se inició con su nacimiento y concluyó con su derrumbe. Esta debacle supone, en mi opinión, el acontecimiento más importante del siglo pasado y, seguramente, de varios más.
Con la revolución de 1917 se establecía una ideología nacida para salvar al mundo y forzar a la humanidad a la felicidad absoluta. Casi un siglo después de su primer gran triunfo, el balance de la experiencia comunista, ese intento de crear el cielo en la tierra y un nuevo tipo de hombre, es trágico. Millones de víctimas, vidas reales e irremplazables, fueron sacrificadas para llevar a cabo un ideal que no sólo no se realizó, sino que jamás pareció estar a nuestro alcance.
La educación básica del ser humano después de Auschwitz debe impedir que se olvide este campo de exterminio nazi, dice Theodor Adorno. No seré yo quien ponga esto en duda. Pero no deja de sorprender que el Holocausto de seis millones de judíos en la Segunda Guerra Mundial haya dejado mayor huella en la historia que el genocidio comunista, que cuantitativamente es muy superior e incluso lo precedió e inspiró.
Efectivamente los nombres de los campos de concentración de Bergen-Belsen, Dachau, Auschwitz-Birkenau, Treblinka, Mathausen, o algunos testimonios de su horror como Primo Levi, Jean Améry o Jorge Semprún, son bien conocidos. Igualmente lo son los de Himler, Eichman o Méngüele. No lo son tanto los de Kolymá, Solovky, Perm, Vorkutá, Sandarmoj, Belomorkanal o los de Mandelstam, Sajarov, Vassili Grossman, Varlam Shalamov, Janusz Bardach. Ni tampoco los de Dzerzhinsky, Pagoda o Yezhov.
Parece que los cien millones no tendrán nunca la dignidad fúnebre del Holocausto. Y sin embargo, los setenta años de leninismo deberían ser también una lección para no olvidar.
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