Medio siglo en guerra sin regresiones en su democracia hacen de Israel un caso extraño. Extraño por su blindaje democrático; extraño en su entorno, la mayor concentración de dictaduras por kilómetro cuadrado del planeta; extraño porque implica haber aprendido de su historia.
La creación de un refugio insobornable contra la barbarie era la única opción después de la barbarie. Israel, creado para acoger a los supervivientes de aquel holocausto, y a todos los judíos que deseasen participar en el proyecto nacional, resulta de un judaísmo laico, que aprendió dolorosamente que, en ocasiones, sólo con las armas se defienden la democracia y los derechos humanos, que son lo mismo, al fin y al cabo.
Su judaicidad -único estado judío del planeta- debe leerse en clave cultural, no religiosa. La Torá no ordena la vida en Israel; es una justicia civil e independiente y después de las Fuerzas de Defensa Israelíes, la institución mejor valorada por los ciudadanos, verdadero indicador de la calidad democrática de un estado. Los puristas religiosos no reconocen el Estado de Israel y son su peor tragedia.
Este pueblo, al que el historiador Paul Johnson considera el “más constante de la historia de la humanidad”, ha forjado en sesenta años un estado democrático, secular y moderno. Hoy, el PIB anual israelí supera al de sus vecinos combinados y, por separado, al de los países árabes productores de petróleo. Seis millones de israelíes producen más de $100,000 millones; mientras que más de ochenta millones de árabes en Egipto, Siria, el Líbano y Jordania, apenas producen $82,000 millones. Israel invierte $1.200 por persona en educación, mientras el mundo árabe no supera los $110 y tiene una tasa de analfabetismo del 40%. Israel posee el número de ingenieros más alto del mundo y ocupa el primer lugar mundial en científicos y tecnólogos expertos. Israel, exportador de alta tecnología, está mucho mejor situado que el mundo árabe para afrontar los desafíos y oportunidades de la economía del siglo XXI.
Es cómo dice George Will, columnista del Washington Post: “No es que Israel sea provocativo; el que Israel sea es provocativo.” Su existir evidencia la incapacidad de los dictadores árabes para desarrollar estados democráticos y económicamente solventes.
Pero además, Israel es Occidente. Luchando contra Hamás y Hizbollah, hace una contribución enorme al combate global contra el terrorismo islamista, el mismo que amenaza los valores universales que representa Occidente, pero que los europeos defendemos con menos convicción. La solidaridad con Israel en la lucha contra el terrorismo no es un acto gratuito. Admitámoslo, americanos e israelíes nos hacen el trabajo sucio.
Este pequeño estado es también un recordatorio al mundo entero de la necesidad ineludible de sacrificarnos para salvaguardar aquello que nos es más querido y que nos hace únicos: nuestros valores, nuestro acervo cultural, nuestra civilización, si es que de veras los estimamos. Israel, única democracia en Oriente Medio, está amenazado por la continua agresión. Su derrota o desaparición supondría el auge del radicalismo islamista y la pérdida de la única referencia para poder transformar aquella región.
La creación de un refugio insobornable contra la barbarie era la única opción después de la barbarie. Israel, creado para acoger a los supervivientes de aquel holocausto, y a todos los judíos que deseasen participar en el proyecto nacional, resulta de un judaísmo laico, que aprendió dolorosamente que, en ocasiones, sólo con las armas se defienden la democracia y los derechos humanos, que son lo mismo, al fin y al cabo.
Su judaicidad -único estado judío del planeta- debe leerse en clave cultural, no religiosa. La Torá no ordena la vida en Israel; es una justicia civil e independiente y después de las Fuerzas de Defensa Israelíes, la institución mejor valorada por los ciudadanos, verdadero indicador de la calidad democrática de un estado. Los puristas religiosos no reconocen el Estado de Israel y son su peor tragedia.
Este pueblo, al que el historiador Paul Johnson considera el “más constante de la historia de la humanidad”, ha forjado en sesenta años un estado democrático, secular y moderno. Hoy, el PIB anual israelí supera al de sus vecinos combinados y, por separado, al de los países árabes productores de petróleo. Seis millones de israelíes producen más de $100,000 millones; mientras que más de ochenta millones de árabes en Egipto, Siria, el Líbano y Jordania, apenas producen $82,000 millones. Israel invierte $1.200 por persona en educación, mientras el mundo árabe no supera los $110 y tiene una tasa de analfabetismo del 40%. Israel posee el número de ingenieros más alto del mundo y ocupa el primer lugar mundial en científicos y tecnólogos expertos. Israel, exportador de alta tecnología, está mucho mejor situado que el mundo árabe para afrontar los desafíos y oportunidades de la economía del siglo XXI.
Es cómo dice George Will, columnista del Washington Post: “No es que Israel sea provocativo; el que Israel sea es provocativo.” Su existir evidencia la incapacidad de los dictadores árabes para desarrollar estados democráticos y económicamente solventes.
Pero además, Israel es Occidente. Luchando contra Hamás y Hizbollah, hace una contribución enorme al combate global contra el terrorismo islamista, el mismo que amenaza los valores universales que representa Occidente, pero que los europeos defendemos con menos convicción. La solidaridad con Israel en la lucha contra el terrorismo no es un acto gratuito. Admitámoslo, americanos e israelíes nos hacen el trabajo sucio.
Este pequeño estado es también un recordatorio al mundo entero de la necesidad ineludible de sacrificarnos para salvaguardar aquello que nos es más querido y que nos hace únicos: nuestros valores, nuestro acervo cultural, nuestra civilización, si es que de veras los estimamos. Israel, única democracia en Oriente Medio, está amenazado por la continua agresión. Su derrota o desaparición supondría el auge del radicalismo islamista y la pérdida de la única referencia para poder transformar aquella región.
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