Escribe el cronista extranjero que cada vez que cambia el gobierno en España, cambian hasta los bedeles. Una reflexión que evidencia que el sectarismo invade nuestra vida pública, nuestra falta de madurez democrática y que, fuera de nuestras fronteras, no nos consideran un país serio.
Afrontémoslo, es difícil encontrar otra nación europea donde la dicotomía izquierda–derecha sea más profunda y virulenta; donde exista mayor dificultad para aunar voluntades y trabajar juntos por el porvenir del país. El problema, también, es que cada vez que ha surgido un líder con una idea clara de España y la voluntad de unir a los españoles detrás de un proyecto sólido, ha acabado devorado por esos mismos ciudadanos, que manipulados, sumidos en complejos y debilitados por el grave desconocimiento de nuestra historia, no nos atrevemos a superar fantasmas del pasado y encarar el futuro con valentía y esperanza.
Es el caso de Adolfo Suárez, artífice de la Transición, cuya figura se agiganta con los años y con cada nueva fechoría del Gobierno Zapatero. Se equivocan los que ven en la Transición el origen de los problemas nacionales de hoy en día. Hemos sido sus herederos, los que deberíamos saber aprovechar los frutos de aquel logro, los que hemos fallado. Nunca nadie imaginó una traición a España como la que se está perpetrando estos días. El homenaje que los españoles debemos a Suárez no ha llegado a tiempo y, hoy, este gran político es una sombra de lo que fue.
Igualmente ocurre con José María Aznar. En ocho años de gobierno puso a España a la cabeza del crecimiento económico europeo; cuando países como Francia y Alemania no lo hacían, consiguió que en dos años, el nuestro cumpliera los requisitos de Maastricht; supo unir a los españoles en la lucha antiterrorista, rescató a las víctimas del olvido, arrinconó a ETA en una ofensiva sin cuartel en todos los frentes; y colocó a España en primer plano de la escena internacional. Sin duda cometió errores, sobre todo hacia el final de su segundo mandato, pero siempre trabajó por el interés general y nunca renunció a su responsabilidad de representar a aquellos que no le habían votado.
En cambio, aquellos líderes que se empeñan en mirar al pasado en vez de al futuro; en hurgar en viejas heridas para realimentar revanchas; en enfrentar a los españoles; en ofender a los aliados naturales de nuestra nación; en coartar las libertades individuales; en corromper las instituciones; en perpetuarse en el poder; en no combatir a los radicales y a los violentos; en marginar de la vida política a aquellos que no piensan como ellos, aunque representen a medio país, gozan del beneplácito de los votantes un tiempo que algunos encuentran eternamente inexplicable.
Afrontémoslo, es difícil encontrar otra nación europea donde la dicotomía izquierda–derecha sea más profunda y virulenta; donde exista mayor dificultad para aunar voluntades y trabajar juntos por el porvenir del país. El problema, también, es que cada vez que ha surgido un líder con una idea clara de España y la voluntad de unir a los españoles detrás de un proyecto sólido, ha acabado devorado por esos mismos ciudadanos, que manipulados, sumidos en complejos y debilitados por el grave desconocimiento de nuestra historia, no nos atrevemos a superar fantasmas del pasado y encarar el futuro con valentía y esperanza.
Es el caso de Adolfo Suárez, artífice de la Transición, cuya figura se agiganta con los años y con cada nueva fechoría del Gobierno Zapatero. Se equivocan los que ven en la Transición el origen de los problemas nacionales de hoy en día. Hemos sido sus herederos, los que deberíamos saber aprovechar los frutos de aquel logro, los que hemos fallado. Nunca nadie imaginó una traición a España como la que se está perpetrando estos días. El homenaje que los españoles debemos a Suárez no ha llegado a tiempo y, hoy, este gran político es una sombra de lo que fue.
Igualmente ocurre con José María Aznar. En ocho años de gobierno puso a España a la cabeza del crecimiento económico europeo; cuando países como Francia y Alemania no lo hacían, consiguió que en dos años, el nuestro cumpliera los requisitos de Maastricht; supo unir a los españoles en la lucha antiterrorista, rescató a las víctimas del olvido, arrinconó a ETA en una ofensiva sin cuartel en todos los frentes; y colocó a España en primer plano de la escena internacional. Sin duda cometió errores, sobre todo hacia el final de su segundo mandato, pero siempre trabajó por el interés general y nunca renunció a su responsabilidad de representar a aquellos que no le habían votado.
En cambio, aquellos líderes que se empeñan en mirar al pasado en vez de al futuro; en hurgar en viejas heridas para realimentar revanchas; en enfrentar a los españoles; en ofender a los aliados naturales de nuestra nación; en coartar las libertades individuales; en corromper las instituciones; en perpetuarse en el poder; en no combatir a los radicales y a los violentos; en marginar de la vida política a aquellos que no piensan como ellos, aunque representen a medio país, gozan del beneplácito de los votantes un tiempo que algunos encuentran eternamente inexplicable.
España es hoy un país sin liderazgo y sin proyecto; vuelve a “estar mal, algo desgarrada y con su unidad amenazada.” Pedro J. Ramírez escribió hace tiempo, que “la historia de España ha sido lo suficientemente terrible como para admitir que toda experiencia es siempre empeorable, pero las actuales generaciones no tienen por qué ser rehenes del pasado hasta ese punto.”Sin embargo, los españoles nos empeñamos en serlo. Hoy volvemos a las andadas y asistimos al resurgimiento de ese utilitarismo maniqueo que tanto empobreció nuestra cultura en épocas pasadas.
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