Recientemente me visitó un buen amigo que fue compañero de estudios. Tenemos opiniones diferentes sobre política nacional e internacional. Cuando charlamos, lo hacemos con franqueza y sin reparos.
Hablamos de la centralidad de la región mediterránea en el panorama internacional actual; de las diferentes concepciones de vida a ambos lados de este mar. Cómo Europa, abierta y receptiva a influencias extrañas, lo filtra y asimila todo, mientras la ribera opuesta es la contradicción permanente entre religión y modernidad, entre apertura y miedo a perder su identidad.
Él vive en España pero es francés y sigue con gran interés todo lo ocurrido en aquel país, donde acaba de comenzar la campaña electoral. A la hora de comentar los problemas a los que se enfrenta la sociedad francesa, mencionó la inmigración. Para mostrar su preocupación, puso como ejemplo los incidentes violentos protagonizados por inmigrantes musulmanes el año pasado en distintas partes de Francia. Coincidió conmigo en la incapacidad de los musulmanes para integrarse en nuestra sociedad continental. Fue entonces cuando mi amigo cayó en la trampa. Su frase fue, “no soy racista, pero puede que vote a Sarkozy.” Y digo yo, ¿acaso es racista Sarkozy o cualquiera de sus votantes?
La postura de mi amigo no responde a elementos sentimentales o emocionales. Es una decisión racional, fruto de la observación de una realidad y de la constatación de unos hechos. Que se sienta obligado a justificarse demuestra cómo existen personas que temen ser tomadas por lo que no son, simplemente, por expresar su opinión. Hasta tal punto existe este temor, que muchos renuncian al derecho y a la responsabilidad de ejercer el libre pensamiento. A esto se le llama corrección política.
Tampoco es racismo decir que en España tenemos que ser cautos con nuestra política migratoria, o que el aumento de la criminalidad puede estar relacionado con la inmigración, sobre todo cuando se verifica que los ajustes de cuentas suelen darse entre bandas de latinoamericanos, que las mafias de Europa del Este se han asentado en nuestras costas aprovechando las bondades de nuestro código penal, o que los secuestros exprés en chalés españoles han sido llevados a cabo por antiguos militares de algunos países recién incorporados a Europa. O que muchas enfermedades ya erradicadas en España reaparecen con la llegada masiva de inmigrantes procedentes de zonas de riesgo. Evidentemente muchos inmigrantes vienen dispuestos a trabajar para labrarse un futuro mejor y su aportación es muy positiva, pero otros son delincuentes que acuden a nuestro país con el objetivo expreso de delinquir.
La corrección política, esa censura interna y externa en su peor forma, es una manera de sofocar el debate y coartar el libre intercambio de ideas y, también, de no afrontar los problemas reales. Lo dijo la senadora demócrata Bárbara Jordan durante la campaña electoral de Bill Clinton en 1992. Desde entonces, la corrección política ha cruzado el océano y ha ocupado Europa. Pero sin el ejercicio cívico de la responsabilidad es imposible la libertad y hace ya tiempo que mi amigo alcanzó la mayoría de edad. Como sujeto de esta sociedad civil, es capaz de forjar sus opiniones mediante el uso propio de la razón y de confrontarlas con otras posturas mediante un debate civilizado.
Él vive en España pero es francés y sigue con gran interés todo lo ocurrido en aquel país, donde acaba de comenzar la campaña electoral. A la hora de comentar los problemas a los que se enfrenta la sociedad francesa, mencionó la inmigración. Para mostrar su preocupación, puso como ejemplo los incidentes violentos protagonizados por inmigrantes musulmanes el año pasado en distintas partes de Francia. Coincidió conmigo en la incapacidad de los musulmanes para integrarse en nuestra sociedad continental. Fue entonces cuando mi amigo cayó en la trampa. Su frase fue, “no soy racista, pero puede que vote a Sarkozy.” Y digo yo, ¿acaso es racista Sarkozy o cualquiera de sus votantes?
La postura de mi amigo no responde a elementos sentimentales o emocionales. Es una decisión racional, fruto de la observación de una realidad y de la constatación de unos hechos. Que se sienta obligado a justificarse demuestra cómo existen personas que temen ser tomadas por lo que no son, simplemente, por expresar su opinión. Hasta tal punto existe este temor, que muchos renuncian al derecho y a la responsabilidad de ejercer el libre pensamiento. A esto se le llama corrección política.
Tampoco es racismo decir que en España tenemos que ser cautos con nuestra política migratoria, o que el aumento de la criminalidad puede estar relacionado con la inmigración, sobre todo cuando se verifica que los ajustes de cuentas suelen darse entre bandas de latinoamericanos, que las mafias de Europa del Este se han asentado en nuestras costas aprovechando las bondades de nuestro código penal, o que los secuestros exprés en chalés españoles han sido llevados a cabo por antiguos militares de algunos países recién incorporados a Europa. O que muchas enfermedades ya erradicadas en España reaparecen con la llegada masiva de inmigrantes procedentes de zonas de riesgo. Evidentemente muchos inmigrantes vienen dispuestos a trabajar para labrarse un futuro mejor y su aportación es muy positiva, pero otros son delincuentes que acuden a nuestro país con el objetivo expreso de delinquir.
La corrección política, esa censura interna y externa en su peor forma, es una manera de sofocar el debate y coartar el libre intercambio de ideas y, también, de no afrontar los problemas reales. Lo dijo la senadora demócrata Bárbara Jordan durante la campaña electoral de Bill Clinton en 1992. Desde entonces, la corrección política ha cruzado el océano y ha ocupado Europa. Pero sin el ejercicio cívico de la responsabilidad es imposible la libertad y hace ya tiempo que mi amigo alcanzó la mayoría de edad. Como sujeto de esta sociedad civil, es capaz de forjar sus opiniones mediante el uso propio de la razón y de confrontarlas con otras posturas mediante un debate civilizado.
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