En la película Ana y el Rey protagonizada por Yul Brynner y Deborah Kerr, el monarca del antiguo reino de Siam monta en cólera al enterase de que en Occidente les consideran bárbaros e incivilizados. Cegado por la rabia decide castigar a la siguiente delegación europea que pise su territorio. Ana, mujer y, por tanto más sutil y mejor conocedora de los hombres, le aconseja otro modo de actuar. Agasajarles: organizar una exuberante recepción en su honor para que vean el elevado grado de desarrollo de su cultura. La estratagema tiene éxito. Al regresar a sus países, los europeos se deshacen en alabanzas hacia los excelentes modales del monarca.
Hoy nuevamente arde la calle en países musulmanes. Al igual que cuando la publicación de las caricaturas de Mahoma, la cólera ha vuelto a estallar entre los fieles de esta religión tras las palabras pronunciadas en Ratisbona por el papa Benedicto XVI, consideradas insultantes para el Islam y su Profeta.
El discurso del Santo Padre era una crítica a la difusión de la fe por la violencia. “Sus consideraciones, - como explica el analista del Corriere della Sera, Magdi Allam - citando al emperador bizantino del siglo XIV, Manuel II Paleólogo, sobre la difusión del Islam por medio de la espada, ya por parte de Mahoma dentro de la Península Arábiga, ya por parte de sus sucesores en el resto del mundo (con algunas excepciones), son un hecho histórico incontrovertible. Lo atestigua el propio Corán y la realidad de la conquista del Islam del conjunto del imperio bizantino en el este y en el sur del Mediterráneo, amén de la sucesiva expansión hacia el norte de Europa y hacia el este de Asia.”
Negar la realidad histórica únicamente genera insensatez. A lo largo del devenir humano, ninguna otra religión ha sido tan combativa como el Islam a la hora de difundir su fe. Desde sus orígenes en el siglo VII d.C. hasta Bin Laden, el Islam ha recurrido constantemente a la violencia para extender su mensaje. Este hecho es particularmente cierto a lo largo del creciente bloque islámico de naciones que se extiende desde la protuberancia de África hasta el Asia Central.
También, en un acto que no ha tenido reflejo en el mundo musulmán, el Papa Juan Pablo II pidió públicamente perdón por las barbaridades cometidas por la Iglesia católica a lo largo de su historia.
Pero no es ese el tema. El Papa ha buscado a los sectores más moderados del Islam para hacer un llamamiento en contra de la guerra santa. Ha denunciado que el uso de la violencia, venga de donde venga, para obtener la fe de los no creyentes va en contra de la razón y de Dios. Ha argumentado que fe y razón son compatibles. La respuesta ha sido violencia irracional. Viendo en la prensa las caras de ira de los musulmanes que hoy exigen una rectificación a Benedicto XVI mientras queman su efigie, uno no puede más que pensar qué le ocurriría si escribiese este artículo en aquellos remotos lugares. Al contrario que en la película, ha prevalecido el punto de vista del rey y no el de Ana.
Son los propios musulmanes los que con su reacción asocian violencia y religión y rechazan el diálogo entre civilizaciones. Existen opiniones moderadas en el Islam pero faltan más voces que denuncien la violencia terrorista fundamentalista, la ausencia de autocrítica, la intransigencia y la intolerancia. El premio Nobel egipcio, Naguib Mahfuz, recientemente fallecido, era un ejemplo de valentía, pero también, tristemente, una excepción.
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