viernes, 30 de enero de 2009

La Vida de los Otros (El Universo 26.06.2007)

La Vida de los Otros, del director Florian Henckel von Donnersmarck, es uno de los films más bellos y emotivos que se han visto en una sala de cine en los últimos años.
El preciso guión sitúa la historia en 1984. Un miembro de la policía secreta del régimen comunista de la antigua República Democrática Alemana, conocido por su celo y eficacia en descubrir a los enemigos del régimen, es encargado vigilar a una pareja: una actriz de teatro y un escritor. La vida de ambos, vigilada hasta el más mínimo detalle, irá influyendo en la suya propia. En el proceso, además de la intimidad de la pareja, el oficial descubre la corrupción y la falsedad del sistema para el que trabaja. Ello afectará de forma drástica su vida e ideales.
Una magnífica película que nos habla de muchas cosas al mismo tiempo. De cómo el arte puede unir a personas de distintos pareceres políticos. De cómo la política no debería mezclarse jamás con el arte o la cultura. De cómo ciertos regímenes precisan de la renuncia del ser humano a su condición de tal. Y sobre todo del ser humano, de la naturaleza del mismo, de qué estamos hechos y de qué podemos estarlo, de cómo hacer lo correcto aunque sea contrario a todo aquello que nos han inculcado.
Pero sobre todo, ésta película soberbia es un manifiesto de que la historia de aquellos países del este europeo, que padecieron el comunismo, es una compilación de dramas personales e historias de sufrimiento. Mientras la GESTAPO hitleriana vigilaba a 80 millones de alemanes con 40,000 empleados, la Stasi fue capaz de controlar a 17 millones con 100,000 agentes de inteligencia. Además, empleaba a 1,5 millones de “chivatos”, lo cual supone que de cada siete adultos, uno informaba sobre amigos, colegas e incluso esposas.
La película señala algunas de las razones por las que el comunismo se encontraba en crisis en los años ochenta. La corrupción oficial había alcanzado niveles descomunales y la revolución tecnológica amenazaba con dejar rezagadas de manera permanente las economías planificadas.
El comunista fue un régimen sin imaginación, burocrático y gris, condenado a desacreditarse con cada uno de sus actos. El régimen que erigió como bandera propia la libertad de los oprimidos y la igualdad esclavizó a poblaciones enteras, fomentó la más insultante desigualdad entre dirigentes y dirigidos, educó a estos en la dependencia, castigó la iniciativa, fomentó la sumisión incondicional, alentó la traición y la delación y persiguió la sinceridad. El individuo fue sometido al continuo escrutinio de sus actos y pensamiento, bajo espionaje del aparato policial, que en los casos soviético, alemán y rumano, alcanzó características paranoicas. La mentira fue institucionalizada e impuesta al individuo como mecanismo de supervivencia que obligaba a la complicidad con el estado. La falacia era la sagrada norma y existía una auténtica “cultura de la mentira”.
La guerra contra la inteligencia y la cultura independientes fue (y es) una de las principales características del socialismo real. Por eso, lo más grave para estos países recién salidos del socialismo, es el enorme atraso cultural y educativo que arrastran. A éstos, les costará tiempo y esfuerzo superar aquella etapa.

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